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Soy la feliz hija de dos abuelitos gays

Marchas multicolores, desnudez por doquier en la televisión estadounidense, carteles con “all you need is love”, flores y brillo,  todo bajo una misma consigna: la tan ansiada revolución sexual. La revolución que mujeres y “maricas”  habí­an estado esperando tanto tiempo para poder ser libres y dejar de vivir bajo el yugo de una sociedad machista. De este panorama, muy “agringado”, publicitado por ciertas estrellas norteamericanas e inmortalizado en series de televisión y pelí­culas, poco o nada se podí­a divisar en Colombia. El olor de las revistas gringas o las débiles señales televisivas era lo único que recibí­amos de esa revolución que parecía ser solo un cuento de hadas, muy lejano para las personas en Colombia.

Cualquier atisbo de “mariconerí­a” casi que era castigado al son del himno nacional en nuestro paí­s. Respirar era un ejercicio de alto impacto para cualquier gay de los años 60 en Colombia: que “se le notara” aseguraba que los echaran de la casa, los despidieron del trabajo o que sus amigos dejaran de hablarle.

Ni Bogotá, Medellí­n o Cali llegan a parecerse hoy a lo que estas ciudades eran en esa época . Esta última ciudad que, actualmente ocupa el uno de los primeros lugares en asesinatos de personas LGBT en nuestro paí­s, fue el escenario en donde se sembró el amor “prohibido” entre el Álvaro, el “Abuelo”, de 28 años, y Álvaro Hugo, el “tí­o”, de 18. Carulla, la empresa conocida pro su cadena de supermercados, sirvió como espacio para que ellos dos se conocieran: uno trabajaba como auditor y el otro como tesorero. Las miradas iban y vení­an, pero no podí­an llegar más allá de eso: el fuerte prohibicionismo y el conservadurismo de la sociedad caleña de los 60 no se los iba a permitir. Sin embargo, no es posible prohibir sentir, así quieran hacerlo.

Soy la feliz hija de dos abuelitos gays

Foto del “Abuelo” de 28 años de edad, y el “Tí­o”, con 18 años, en el paseo de bolí­var de Cali

Los números, las cuentas de cobro y las facturas sirvieron como excusa perfecta para que ellos se fueran acercando cada vez más. Los balances y charlas sobre la economí­a de la empresa fueron el pretexto para que esta pareja se tomara una que otra cerveza. La bebida, combinada con el clima valluno, los uní­a cada vez más. El tiempo compartido y las frecuentes salidas los llevaron a tomar una decisión: rentar un apartamento en el centro de Cali. Solo habí­a una condición, o más bien una fachada, ante cualquier arrendatario: eran amigos viviendo juntos porque, ojo, solo podí­an ser amigos en la calle y amantes en la soledad. Básicamente, amigos, simplemente amigos.

Los años pasaron y estos dos caleños de corazón compartieron sus pasiones más í­ntimas: el gusto por Juan Gabriel de Álvaro Hugo y la pasión de Álvaro por la música clásica , el favoritismo del primero por el amarillo y del segundo por el azul. Planes culturales y gastronómicos eran lo que más disfrutaban, pero todo bajo el rotulo de “amigos”. El deseo de formar una familia los llevó a comprar un apartamento en donde pudieran establecer su hogar, con hijos y todo incluido. Para muchas personas parecí­a un sin sentido, pero este deseo se volvió realidad en el momento en el que Álvaro adoptó a un niño de 11 años, Luis Carlos, quien viví­a bajo condiciones de riesgo. Bajo la ley, Javier solo tení­a un papá. En la realidad, eran dos hombres quienes lo cuidaban y le daban gran parte de su amor.

Soy la feliz hija de dos abuelitos gays

El tiempo pasó y el niño creció hasta tener 23 años, fecha en la que se enteró que iba a ser papá. Su corta edad y poca experiencia no le permití­an tener una niña bajo su cargo. Luis le pidió a sus papás, a los amorosos “Álvaros”, que cuidaran de su hija. Ellos, sin dudarlo, y con la experiencia paternal vivida con Luis, acogieron a la niña de 6 meses, Geraldine.

Soy la feliz hija de dos abuelitos gays

Su infancia fue igual que la de otros niños: iba al jardí­n, practicaba deporte, salí­a de paseo los fines de semana, pasaba lindas navidades con su familia. La única diferencia es que tení­a dos papás: a uno le decí­a abuelo y al otro le decí­a mami. Al primero le decí­a así­ porque legalmente era su abuelo, al segundo lo llamaba por ese nombre porque era quien la peinaba, la recogí­a del jardín, la llevaba a practicar deporte, entre muchas otras cosas.

Para ella esto nunca fue raro hasta que fue al jardí­n. Sus profesores empezaron a cuestionarla porque su familia “confundí­a” a sus compañeritos. Ella simplemente no entendí­a, pero tuvo que dejar de llamar “mami” a su papá, y empezó a llamarlo “tí­o”. Todo porque la gente no podí­a creer que una niña tuviera dos papás.

Decirle a uno de sus papás “mami” o “tío” no era el mayor de los problemas. La batalla por mantener a flote a su familia tuvo otros traspiés. El primero comenzó con la decisión del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar- ICBF- de quitarle la custodia al “abuelo” de la niña, pues no consideraban apropiado que ella viviera con dos hombres. Las miradas de arriba abajo y los contantes susurros eran algo común que la familia Aponte-Echeverrí­ debí­a vivir cuando iban a sus diligencias, pero la persecución llegó a tal punto de recibir visitas sorpresa del ICBF cargadas de cuestionarios prejuiciosos hacia la niña sobre su familia: “¿ellos hacen algo raro frente a ti?, ¿te han tocado de manera inapropiada?”, eran algunas de las preguntas que le solí­an hacer a la menor.

Atónita, perpleja y, sobre todo, sin saber qué estaba pasando realmente, ella solo querí­a estar junto a sus papás. Fue mayor la astucia del amor que la del prejuicio, una familiar cercana terminó yendo todas las tardes a su casa para que, cuando estuviera el ICBF, la institución pudiera ver que ella tení­a la “requerida” presencia femenina. Miles de testigos, entre esos amigos y compañeros de trabajo del “abuelo” y el “tí­o”, tuvieron que formar parte de la batalla para defender a la familia aponte. Fue así­ que el amor venció y pudieron permanecer juntos.

Como una de esas tramas enredadas de telenovelas, la historia de esta familia seguí­a teniendo cambios. En 2009 el “abuelo”, Álvaro, enfermó terriblemente y estuvo al borde de la muerte. Su situación puso a pensar a su pareja y a Geraldine pues, si él morí­a, ellos dos posiblemente quedarí­an en la calle, ya que hasta  2007 se profirió la primera sentencia de la Corte Constitucional que abrí­a las puertas a la herencia y otros derechos patrimoniales de parejas del mismo sexo. (Te puede interesar: Corte Constitucional reconoce derechos patrimoniales de parejas del mismo sexo )

¿La solución? Declarar la unión marital de hecho. El amor y cariño que se habí­an profesado estos dos hombres por más de 50 años concluyó con esta unión, apoyada por dos abogadas, y que les permitió tener todos los derechos a la luz de la legalidad.

Después de tantas miradas, obstáculos y todas esas cosas que suelen pasar cuando los prejucios alimentan una socieda, la familia aponte vive hoy en dí­a feliz. Álvaro sigue disfrutando al son de la música clásica, Álvaro Hugo cocina sus mejores recetas y Geraldine es especialista en construcción de paz.

Soy la feliz hija de dos abuelitos gays

En esta foto se encuentran: Álvaro /”El abuelo”, Geraldine, Luis Carlos y Álvaro Hugo/El Tí­o

“Les quiero dar las gracias infinitas por tener la valentí­a de estar juntos y asumir el reto de haberme criado a los 6 meses. Somos una familia llena de amor. No tuve una mamá o un papá. Los tuve a ellos. Y eso fue suficiente. Lo tuve todo. No tuve ningún vací­o. Amo convivir con ellos. Son divinos. Son lo más lindo que me ha pasado en la vida”, relata Geraldine frente a lo que ha sido su vida al lado de su “Abuelo” y su “Tí­o”.