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A mi tío, el marica de la familia

Siempre tuve miedo de volverme como tú, tío Bernardo. Me aterrorizaba pensar que iba a llegar a viejo solo, como un depravado que tiraba con todo el mundo y que en cada reunión social se volvía una loca. Tú, tío abuelo Bernardo, te convertiste en el epítome de lo que yo odiaba.  El odio hacia lo que “representabas” comenzó cuando mi abuela nos contaba cómo te ponías cada vez que tomabas; a diferencia de los “hombres de verdad”, tú vestías tu cuerpo con boas, cantabas las canciones más rosconas de Juan Gabriel y le coquetabas a hombres. “Es que se volvía una loca. Eso fue lo que lo llevó a la ruina”, recuerdo con bastante claridad estas palabras que pronunciaba mi abuela cada vez que hablaba de ti. Yo tenía ocho años cuando empecé a escuchar todo esto.

"La Guirnalda" era una de las canciones favoritas de mi tío Bernardo.

Mi abuela no era la única que hacía esos comentarios. Mi tía Claudia y su marido también aprovechaban cualquier fiesta familiar para burlarse de tus ademanes, de la manera en la que hablabas y como caminabas. A pesar de ser un abogado brillante y haber estado en lo más alto en una institución del Estado, tuviste que pedirle ayuda a mi tía Claudia cuando viste que el mundo te dio la espalda, todo por ser marica. Mi tía acudió a ti, te permitió vivir en una de sus casas y, de hecho, te dejó administrarla, pues era muy grande y se arrendaban las habitaciones. Recuerdo que en una de las fiestas familiares, Gabriel, el esposo de mi tía, se emborrachó y empezó a imitarte. Todo el mundo se reía, le decían que le faltaba tu característico “grito maricón” y que tratara de “partir” más la mano. Esta fue la segunda vez en la que reafirmé que no quería ser como tú. 

La tercera fue cuando tenía nueve años. Mi papá me vio jugando con las barbies de mi hermana y lo único que pude hacer fue escapar hacia mi cuarto. Don Esteban, mi papá, golpeaba tan duro la puerta que pensé que la iba a tumbar. Yo me metí debajo de mi cama, esperando que él se cansara. Sin embargo, la furia que le producía  que hubiera cerrado la puerta lo llevó a decir mil cosas absurdas: “Ahora, ¿qué? Lo llevo mañana con falda al colegio…. ¿Le presto la ropa de su hermana? ¿Le cambio el nombre? ¿Va a seguir los pasos de Bernardo? ¿Le pido que le arriende una habitación en la casa de su tía?”. Mientras el piso congelado de mi habitación tocaba mi cachete pensaba que yo tenía toda la culpa, que expresar mi identidad era un pecado, que ni por el carajo podía llegar a viejo y ser como mi tío Vicente. 

La cuarta ocasión fue cuando nos visitaste en mi casa. Yo estaba saliendo con mi bata de baño, cuando mi mamá, muy afanada, me dijo: “ponte algo rápido. Tu tío Bernardo viene para acá y no quiero que te vea así”. Lo que pensé fue que me ibas a violar, que me ibas a ver con deseo y que eras un depravado. Fui rápido a mi cuarto, me puse unos jeans muy sueltos y me peiné. Salí a la sala y con unos tremendos ojos de preocupación mi mamá me dijo: “No le vayas a dar beso en la mejilla. Solo le das la mano”. Asentí y esperé con mucho miedo a que llegaras. Mis piernas temblaban un poco, trataba de sentarme bien y que no se me viera la entrepierna, hacía pruebas en mi cabeza para engrosar mi voz y que notaras que yo era un “macho”. 

Después de esperar 15 minutos, llegaste. Escuché el timbre, me paré a abrir la puerta y exhalé. Al verme tan crecido, lo primero que hiciste fue abrazarme, darme un beso en la mejilla y decirme: “Me alegra mucho verte, hijo. Me encanta que estés muy bien”. Quedé atónito porque mi mamá me había dicho que no te besara. Sin embargo, nunca vi a ese “monstruo” del que tanto me habían advertido. Estuve un rato en la sala y luego me fui al cuarto, típico comportamiento de un puberto de 13 años. 

Tras casi una hora de charla, mi mamá me dijo que saliera para despedirme “del tío”, de ti. Me volviste a abrazar tan cálidamente y me deseaste mucha felicidad; me dijiste que esperabas que la vida trajera lo mejor para mí. Esa fue la última vez que te vi con vida. Fui creciendo y me di cuenta que mi gusto por los hombres era innegable. Recé, rogué e imploré porque ese “gusto” se me quitara; no obstante, nunca pasó. Al principio, pensé que estaba luchando contra algo que estaba mal dentro de mí, algo que nunca debió ser. Pensaba en todas esas horribles palabras que me decían en el colegio y, sobre todo, en las burlas y comentarios de los que eran blanco gays  como tú, Bernardo. Durante mucho tiempo pensé que la culpa la tenían quienes se les “notaba”, los que  botaban pluma y no dejaban sus “cosas gays” para su vida privada. 

Hoy te pido perdón, querido tío Bernardo. A medida que pasa el tiempo y me acerco a mis años adultos, me doy cuenta que a quien no me quiero parecer es a las personas que te discriminaron, a todos aquellos que se burlaron de ti. Cada vez más entiendo que  no eras el culpable de todas esas “bromas”que te hacían; los culpables fueron sus prejuicios, su poca empatía y los insistentes comentarios hirientes que se burlaban de tu homosexualidad. 

Hoy te quiero dar las gracias porque me reconozco en ti, porque viví muchas cosas de las que tú viviste, porque de mi “maricada” también se burlaron, porque soy un ser que solo quiere amar… Hoy, a mis 28 años, te quiero decir que te admiro, gracias por tu valentía y por el ejemplo que nos diste a varios maricas de la familia. Hoy  termino esta carta con una de las mejores frases que le he escuchado a activistas LGTB y la cual dedico en tu honor:

“Nuestra mayor revolución será siempre estar en sus familias. Nunca podrán borrarnos”.

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